El silencio es la disposición básica en los ejercicios y practicas espirituales modelada en Agustín que escribe su historia en dialogo con Dios. Agustín narra su experiencia admitiendo que no podía reconocer ni oír la voz insistente de Dios por estar volcado en el mundo exterior (II, 3,7). Su atención y su pensamiento, que son factores de unidad interna, estaban dispersos y por eso se encontraba disgregado en la multiplicidad (VII, 10, 16). Es a través de una liberación de lo exterior como puede oír claramente la voz de Dios y apreciar el valor de un espacio donde recogerse de la fragmentación que impone la vida ordinaria.
Al mismo tiempo, consciente de su radical “orientación hacia Dios” como creatura, Agustín sugiere una liberación interior que permite poner atento el “oído del corazón”, ecce aures cordis mei ante te (I, 5,5), a quien habita en “la intimidad más profunda” (III, 6, 11) y a quien deseamos escuchar: “tu me alloquere” (XII, 10,10). Con esa disposición se produce un cambio del vivir “lejos de ti” al vivir “hacia ti” que facilita “aprender a conocerlo” (X, 26,37). Y habiendo escuchado y conocido, puede uno hablar la verdad que solo de Dios procede: “ut verum loquar, de tuo loquor” (XIII, 25, 38).
El ejercitante que se aplica en esta práctica percibe también insinuaciones de la voz de Dios que se oye a través de la creación. Y progresivamente se capacita “para crear y apreciar su belleza” (X, 34, 53) entablando dialogo con el mundo creado y descifrando los signos que van marcando ruta en su ascensión meditativa hacia Dios, “belleza siempre antigua y siempre nueva” (X, 27,38).
El silencio es la disciplina básica agustiniana que recoge de la dispersión, ilumina el entendimiento y conduce a la contemplación.